El desafío del búfalo blanco (1977) es una rareza que supuso la segunda colaboración del realizador británico J. Lee Thompson con el actor norteamericano Charles Bronson, tras El temerario Ives (1976), dentro de una relación profesional que se prolongaría hasta el final de las carreras de ambos. Coprotagonizada por Will Sampson, Kim Novak y Jack Warden, El desafío del búfalo blanco era una producción relativamente grande del italiano Dino de Laurentiis en la época en la cual produjo en los Estados Unidos títulos como el King Kong (1976) de John Guillermin; no por casualidad, el también italiano Carlo Rambaldi, uno de los creadores de los efectos especiales de esa misma versión de King Kong, asesoró la confección del animatronic del gigantesco búfalo blanco que aparece en este film. La película de Thompson es un híbrido entre el género del western, el cine de catástrofes y el «de monstruos», variante temática animales gigantes, puesta de moda a raíz del colosal éxito del Tiburón (1975) de Steven Spielberg, respecto a la cual el propio De Laurentiis financió otro exponente, la nada despreciable Orca, la ballena asesina (Michael Anderson, 1977; ver núm. 387).
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El desafío del búfalo blanco merece siquiera una nota a pie de página dentro de la historia del western al plantear, a partir de una novela de Richard Sale adaptada al cine por su mismo autor, un curioso «encuentro en la cumbre» entre dos de los personajes históricos más legendarios dentro de la mitología del Salvaje Oeste: el pistolero Wild Bill Hickock (Bronson) y el jefe piel roja Caballo Loco (Sampson). La razón que les une no es la rivalidad (es bien sabido que Hickock era famoso por haber matado a muchos indios, y Caballo Loco, por su parte, por su beligerancia contra los «rostros pálidos»), sino el deseo de acabar con un extraño enemigo común: un búfalo blanco de proporciones míticas que atormenta a Hickock por las noches, apareciéndose amenazador en sus pesadillas, y a Caballo Loco, que quiere vengarse del animal por haber irrumpido en el poblado de su tribu y haber matado, entre otros, a su propio hijo. Un detalle que refuerza el vínculo entre tan dispares, antagónicos asociados, reside en el hecho de que ambos ocultan sus verdaderos nombres porque sienten una mezcla de vergüenza y rabia hacia ese búfalo blanco, en el cual descargan sus obsesiones personales como si fueran inesperados émulos del capitán Achab; Hickock se presenta bajo el nombre falso de James Otis, según dice para así pasar desapercibido entre sus muchos enemigos en un territorio cercano a aquél donde vive el último gran búfalo blanco; asimismo, Caballo Loco se hace llamar Worm (gusano), y así quiere ser reconocido por lo menos hasta que acabe con el búfalo blanco; en ambos casos, lo que subyace es el hecho de que ninguno de los dos quiere reconocer, ni ante el mundo ni a sí mismos, que tienen miedo: que el búfalo blanco es algo que escapa por completo a su manera de ver las cosas. De ahí que, a pesar de su abuso de planos con teleobjetivo o de algunos feos encuadres tomados con ojo de pez (sobre todo, esos primeros planos del búfalo de marras), El desafío del búfalo blanco atesora a ratos una notable atmósfera fantástica, a medio camino entre lo legendario y lo terrorífico, que le proporciona cierta distinción. La resolución es, asimismo, sombría y poco complaciente, pues la aniquilación del animal no hace otra cosa que restituir el odio insalvable entre el pistolero blanco y el guerrero piel roja, quienes se separan como amigos, pero también con la convicción de que, si vuelven a encontrarse, intentarán matarse el uno al otro.
Dr. Cyclops