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Netflix y Cannes, ¿enemigos irreconciliables?

Lo que era un rumor a voces desde hace meses se ha acabado confirmando. El Festival de Cannes y Netflix parten peras después de tener el matrimonio más conflictivo y fugaz desde el de Carmen Electra y Dennis Rodman… Que los millennial sustituyan esta referencia por su Kardashian favorita. No es que se augurase precisamente un futuro muy halagüeño cuando, durante el certamen del año pasado, Thierry Fremaux, máximo mandatario del festival, se tirase días y días lanzando puyas a la compañía presidida por Reed Hastings. Tampoco ayudó que la prensa europea, tan educada como es habitual, estuviese más preocupada por silbar a un logo –¡bravo por la madurez!– y por la polémica entre festival y compañía que de informar sobre las películas que allí se presentaron.

El problema radica en que son dos modos totalmente distintos de entender el cine. Cannes es una estructura añeja, que basa su reputación en el prestigio de su pasado y en cierto elitismo. Para Cannes, el hecho de que sus películas únicamente sean accesibles para unos pocos elegidos y tarden meses o incluso años en llegar al resto de los mortales es una cuestión de privilegio y orgullo. Cannes nunca niega o negará que es un festival basado en castas y absolutamente clasista, pues omo buenos franceses están orgullosos de este aspecto. Esta estructura tiene aspectos positivos porque pone el foco de atención sobre películas que en otras circunstancias no lo tendrían. Que la última perla de cine asiático o turco pueda compartir atención con el último estreno hollywoodense o el glamour de los grandes autores europeos permite que se active la maquinaria financiera de las ventas y distribución internacional de los derechos de estas películas y puedan tener una oportunidad en las carteleras de medio mundo… Esa es la teoría, claro, sobre la práctica podríamos debatir amplia y largamente.


Thierry Fremaux (director de Cannes) y Reed Hastings (CEO de Netflix), actualmente a la greña



La realidad de Netflix es bien distinta. Netflix cree en el poder del espectador, en que la democracia se encuentra en el gesto de apretar el mando a distancia y decidir qué es lo que quiere ver basado en la magia de ese algoritmo misterioso que nadie conoce pero parece mandar en las decisiones de una compañía valorada en miles de millones de dólares. Netflix es ahora mismo uno de los grandes activos en la producción de productos audiovisuales. Mientras los grandes estudios parecen languidecer y preocuparse únicamente de invertir millones en intentos de franquicias imposibles y en universos cinematográficos que solo se expanden a lo largo de una película, y ante ese vacío de poder de la industria de un cierto tipo de cine medio de carácter adulto, Netflix ha decidido utilizar sus millones para producir un buen número de largometrajes con el que dar lustre a su catálogo de producciones originales. Y aquí deberíamos hacer un pequeño aparte y hablar precisamente del concepto de originales. Si Netflix se gasta 60 millones en producir la última película de Bong Joonho es para que te sientes en el sofá y la veas a través de ellos, no les interesan los estrenos limitados de sus películas ni les interesan que se vean en otras plataformas que no sean Netflix… Y entonces, señor Cudeiro, ¿por qué decidieron el año pasado acudir masivamente a Cannes si tenían pensando hacer lo mismo en esta edición? Pues es fácil, porque la compañía no deja de ser un agente nuevo dentro de la producción y le interesa estar en los mejores escaparates del mundo y, sin lugar a dudas, Cannes es uno de los más brillantes y lujosos. No hay mejor plataforma publicitaria para publicitar tu compromiso con el cine que tener varias películas dentro de la Sección Oficial del festival más importante del mundo.

¿Cuál es el problema? Pues que en Francia existen unas leyes muy restrictivas en cuanto a la distribución VOD que prohíbe que las películas que se han estrenado en cines puedan estar disponibles online hasta 36 meses después del estreno cinematográfico, y las distribuidoras y exhibidoras francesas han ejercido presión al festival para que las películas Netflix tuviesen un paso obligatorio por salas cinematográficas, lo que directamente obligaría a que las películas Netflix no pudiesen ser incluidas en la plataforma hasta tres años después de su estreno en cine. Imagina producir una película por 50 millones de dólares y que no puedas sacarle rendimiento económico en un territorio importante… Obviamente, Netflix se ha negado a este respecto y no solo por el lógico hecho que es algo absolutamente contraproducente para su modelo de negocio y que podría sentar un precedente bastante peligroso, sino porque se siente ninguneada con el trato del festival hacia la compañía. Sí, amigos, las compañías también tienen sentimiento.

En este punto es cuando tenemos que sentarnos tranquilamente a analizar las cosas y a ambos agentes. Sí, la ley de Francia es antediluviana y procedente de unos tiempos donde la VOD no estaba tan presente en el mundo contemporáneo como lo está hoy en día… Pero Francia es uno de los pocos países del mundo donde se legisla con respeto al espectador y a favor de la afición del cine. Había una legendaria frase en Malditos bastardos donde Mélanie Laurent presumía de país delante de un oficial alemán espetando que: «Esto es Francia, aquí respetamos a los directores de cine…. Incluso a los alemanes». Pues efectivamente esto es así en Francia, y durante años se ha ido creando un paquete de medidas proteccionistas alrededor del cine que entre otras cosas provoca que Francia, efectivamente, sea una de las industrias cinematográficas más florecientes del mundo y que el cine sea algo más que un objeto de consumo y desecho. El cine más allá de los Pirineos no es solo cuestión de unos pocos pirados, sino que es algo inherente a la propia cultura del país. Os imagináis algo así en España? En Estados Unidos, y concretamente en California, donde resido, la situación es parecida, pero no nos engañemos, no se trata de una circunstancia cultural, sino más bien de una cuestión puramente económica. En Estados Unidos, la única cultura es la del dinero que generas.


Más allá de contenidos propios como «Bright», Netflix no promociona apenas lo que publica en su plataforma


Defender a Netflix como un agente de bondad, puro e inocente que solo pretende ganarse el favor del espectador es absolutamente ridículo. Netflix pretende crear un oligopolio audiovisual. A Netflix le interesa Netflix, y quien crea que el hecho de atraer talento responde a otra alternativa que no sea la de posicionarse como plataforma dominadora del negocio online es que es demasiado ingenuo como para entender cómo funciona el mundo. Una de las grandes críticas hacia la plataforma es el hecho de no cuidar absolutamente nada su material con excepción de unas pocas grandes excepciones… Bright, Stranger Things y poco más. ¿De qué vale producir interesantes películas si son sepultadas una semana después sin que hayan pasado por ningún tipo de filtro previo alguno? La compañía pasa cantidades industriales de la crítica de cine y aparenta darle lo mismo tener en su catálogo la última producción de Noah Baumbach que una comedieta de Kevin James. Todo vale para rellenar un inmenso buffet libre, y todo aquel que ha tenido la desgracia de alimentarse en «Todo lo que puedas comer» sabe que no está allí precisamente por la calidad, sino para saciarse y comer kilos de comida mediocre por apenas diez euros. Pues, en muchas ocasiones, Netflix da precisamente esa sensación, la de que todo vale con tal de saciar de contenido al espectador.

Como me pagan por dar mi opinión y de lo contrario reviento, diré de este conflicto que se trata simplemente de dos filosofías absolutamente antagónicas y que el año pasado se liaron en una relación absolutamente tóxica en la que cada parte se dedicaba a aprovecharse de la otra. Como uno de esos matrimonios donde alguien tiene la brillante idea de tener un hijo para suavizar todos los problemas de pareja y acaban tirándose a la cabeza la custodia del niño en el más que seguro divorcio futuro. Y en este caso el nombre de los niños eran Alfonso Cuarón, Paul Greengrass, Jeremy Saulnier e incluso Orson Welles, cineastas que iban a proyectar sus últimas películas en el Festival de Cannes y que de momento se han quedado sin la posibilidad de hacerlo. Pase lo que pase en este siguiente mes, y no descarto que acaben llegando a un acuerdo de última hora en el festival de este año, os aseguro que esta relación no tiene ningún futuro en común.

Ramón Cudeiro

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